martes, 14 de diciembre de 2010

El Gato Herrera / Por Luis Alvarenga

La última vez que lo encontré fue en un supermercado. Estaba muy flaco. Me contó que había pasado mucho tiempo hospitalizado, pero que ahora estaba bien. Se le veía optimista. Tenía planes de darle un nuevo empujón al Comité de Solidaridad con Cuba y estaba muy entusiasmado con un grupo de jóvenes que hace trabajo cultural y político. “Es lo bueno de que sean jóvenes y que tengan mentalidad de jóvenes”—me dijo—, “porque hay gente joven que aprende rápido las mañas de los viejos”. Nos despedimos y quedamos en vernos algún día. 
 
Era Armando, el Gato o el Zarco Herrera, llamado así por sus ojos verdes. En 1992 coincidimos en algunas reuniones de la llamada Concertación Cultural. El término “concertación” se había puesto de moda en el submundo político y había contagiado al submundo intelectual. El Gatorepresentaba al grupo Códices, donde también estaban Heriberto Montano, Mario Castrillo y, según creo, también el músico Godofredo Echeverría. Códices había hecho trabajo de difusión cultural y de solidaridad política con el FMLN desde Managua. Publicaban una revista que llevaba el nombre del grupo. En una de ellas apareció un cuento ya perdido de Alfonso Kijadurías, titulado “ La Truxson ”. El número en cuestión tenía ilustraciones de Camilo Minero. La revista Códices es ya casi imposible de encontrar. 
 
En aquel momento, Armando era un tipo con mucha experiencia política. Con una militancia de décadas en el Partido Comunista desde tiempos del Frente Unido de Acción Revolucionaria, FUAR, el Gato se alejaba del estereotipo de militante comunista (esto es, severo, con una austeridad casi monacal, etc.). Nos recordaba a Marlon Brando en El padrino, un don Vito Corleone elegante y con mundo, pero sin lo sanguinario y lo abyecto del personaje de Mario Puzo. Armando había pasado la experiencia de la clandestinidad, del trabajo de comunicaciones del PC en el exterior, del trabajo en las relaciones internacionales de  la Universidad.  Aún  más: había pasado por el tormento de perder a su compañera, la feminista Norma Virginia Guirola, quedándose a cargo de sus dos hijas y su hijo. Todo esto, que convertiría a cualquiera en una persona sombría, hacía que Armando fuera un hombre bastante jovial y que se acercara a nosotros, incipientes y díscolos poetas, con mucha amistad y quintales de benevolencia. 
 
No sé si Armando escribía, o qué cosas escribía, antes del 90. Pero lo cierto es que se convirtió en un colaborador constante del recién creado suplemento cultural Tresmil del entonces llamado Diario Latino, gracias a su disciplina para escribir. Todos los sábados aparecía una entrega de su “Prenovela”, que narraba los preparativos de una gran ofensiva militar en El Salvador por parte de un grupo guerrillero. No era una novela testimonial. Quizás no era una novela, sino una prenovela, una antenovela, en el que los personajes combinaban los rigores de la vida guerrillera y de la conspiración en la capital con la elegancia y el gozo por los placeres de la vida. A lo mejor era una forma de decir que para el Gato la lucha por los cambios sociales no debía librarse con el ceño fruncido —y la mente y el corazón también fruncidos— y que, con todo, la vida valía la pena vivirla, por muy jodida que ésta fuera. 
 
Herrera impulsó mucho el trabajo de solidaridad con Cuba, tanto desde tiempos de la llamada “Concertación cultural”, como después. Por supuesto que junto a él hubo, y hay, muchísima gente que iluminó esta labor: el obispo luterano Medardo Gómez, los escritores Salvador Juárez y Miguel Ángel Chinchilla, por mencionar algunos nombres. 
 
La última vez que lo vi, el Gato conservaba un brillo en los ojos que solamente lo tienen los niños y los que todavía sueñan.

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